Hace una semana estaba a más de mil
kilómetros de mi casa.
Dos días de autobús, horas andando,
comida rara y muchas, demasiadas risas.
Era otro mundo. He podido ver lo
tranquilos que estamos en los pueblos. Ahí la gente vive a cien y a
penas sonríe. Si quieres comer bien, pagas un dineral y sino comes
lo mismo durante el resto de tu vida.
No he parado de preguntarme si los
parisinos se dan cuenta de lo bonita que es su ciudad. Con sus calles
gigantes, graffitis de colores y monumentos históricas a cada
esquina. Todo eso coronado por la Torre Eiffel, sombrero de bruja
gigante que, al caer la noche se ilumina y a medianoche centellea
haciéndonos sentir como si fuese Nochevieja.
Disneyland es un mundo aparte. Aunque
me lo imaginaba más mágico. En la tele te lo venden con los muñecos
en la calle, hablando contigo y echándose fotos. Pero una vez ahí
tienes que elegir entre entrar en un parque u otro, hacer colas de
diez años y pagar para poder ver a los personajes y echarte fotos
con ellos. Aunque estoy feliz por haber podido ver a Peter Pan,
aunque sea de lejos.
Pero París no es Francia. Es más, los
franceses afirman que "los parisinos no son como los demás".
Hemos estado en Poitiers visitando el
Futuroscope. Me ha gustado aún más que Disney.
Menos conocido y con colas más cortas,
pero no por eso es peor. Tiene una gran cantidad de atracciones de
calidad, una de ellas del Principito (he muerto de amor) y otra
también muy buena de los Minimoys en 4D.
Pero finalmente estoy contenta de
volver a dormir más de cuatro horas por noche.
Saludos, niños perdidos.
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